Como
este semestre sólo curso la última materia tengo más tiempo que antes, por eso a
veces me quedo a platicar con amigos, como el lunes pasado, que vi pasar a lo
lejos a la edecán con la señora de siempre.
Ellas
caminaron hacia un edificio cercano y se unieron a un grupo de trabajadores de
limpieza. Yo dejé a mis amigos y las seguí. Vi que saludaron a todos y
comenzaron a platicar. Eran como las dos y media de la tarde, cuando hay pocas
clases en el edificio y hay muchos salones vacíos. Y subí al primer piso,
porque quería verla más de cerca desde los ventanales de algún salón abierto.
Y
pude mirarla.
Pero
no fue suficiente, y me sentí culpable. En lugar de estarla mirando de lejos,
casi espiándola, acosándola, debía acercarme a ella y hablarle. Me acordé de
una caricatura que ilustraba un momento de la Revolución Mexicana, en la que
estaban un general del ejército federal y un “alzado”: el viejo general,
escondido detrás de un matorral, estiraba el brazo tratando de alcanzar algo con
su bastón, con miedo de acercarse por las balas que rebotaban en el piso; y al
lado, desde otro matorral, el alzado le decía algo así como:
—Usté
no la prende mi general
—¿No?...
¿Porqué?
—Porque usté no se arrima, y pa’ prenderla hay
que arrimarse.
Me
alejé del ventanal contrariado y salí al pasillo a pensar. Como es muy bella,
decidí mirarla una vez más, para que su cara bonita me acompañara desde ese momento
hasta que la conociera. Pensé que debía vivir cerca, pues la veía diario; y que
la señora era su madre y trabajaba ahí. Esperé cerca de diez minutos y me fui, cuando
los alumnos empezaron a entrar al salón. Me llevé una sensación de repugnancia
hacia mí mismo por andar escondiéndome.
Naucalpan, Estado de México,
miércoles 26 de agosto de 2009