Entre las milpas del monte dos niños cantaban y echaban marometas. Su abuelo gritaba:
—¡Santiago! ¡Julián!
Ya les dije ¡cabrones! que les están escogiendo mal el oficio, ustedes son más
para andar brincando y bailando que para andar aquí. Cuando estuve en Texas
miré muchos danzantes y actores en las calles. Cuando crezcan, van a tener que
irse a la capital cuando menos. Los voy a llevar con el Padre para que se
enseñen a cantar bien.
Apenas hacía seis meses que el abuelo había
sufrido un infarto en la boda de su nieta mientras cantaba “la cigarra” con los
mariachis. Pero en la boda de su hijo menor ya la estaba cantando otra vez, con
más fuerza y más bonito. Sus hijos le pedían que ya no cantara tanto.
—Escúchenme bien, yo voy a cantar hasta
que pueda y aunque me duela, y si me muero cantando, mejor. ¡Ésta es mi
preferida!
Eso fue como por septiembre del 96, Santiago.
Han pasado nueve años, aún no hemos ido a Texas, y yo apenas voy llegando a México.