martes, 22 de mayo de 2018

45. La burla de la luna



Intentan iluminarme plateados rayos de luna, pero todo es inútil, como tu luz ninguna.

Me siento a escribir la verdad un triste anochecer sabatino, que deja de serlo cuando salgo a la azotea y miro a la luna sonreír chuecamente, como burlándose. Entonces le sigo el juego y nos contamos chistes y anécdotas vergonzosas hasta que se aburre de mí y se esconde tras las nubes, casi a medianoche.

El viernes muy temprano me miraste a través de un cristal del aeropuerto, y sonreíste con la misma sonrisa de siempre. La mía se debilita paulatinamente. Quería estirar el tiempo como liga, estirar tu voz. El alma se me iba entre tu sonrisa que se abría como agujero negro.

Naucalpan, estado de México, miércoles 16 de enero de 2008

44. Don Aristeo

Foto de mexicoenfotos.com


En Dolores Hidalgo las mujeres pasean con rebozo y chalina, junto a sus hombres de botas y sombrero. Se oye música ranchera. En aquel pueblo festivo el año ha sido bueno, y la gente se prepara para la feria patronal con jaripeos y peleas de gallos. Sin embargo, se sigue madrugando para sembrar.

Son las cuatro de la mañana y todas las luces del pueblo están apagadas, excepto una. Un joven sale de esa casa, bosteza, voltea hacia arriba, y mira un anillo de nubes que rodea la luna. Luego se santigua, y contempla el Camino de Santiago con ojos somnolientos. Minutos después avanza a paso rápido por el camino de tierra que lleva a las milpas. Antes de empezar sus labores, recorre el campo con la mirada y no ve más movimiento que el de las ramas de los árboles.

A las seis de la mañana empiezan a llegar más campesinos.

—¡Aristeo! ¡Pos a qué hora llegaste pelao!
—¡A las cuatro!
—¡Ah qué muchachillo tan madrugador, va a hacer quedar mal a los demás! —le dice un campesino de los mayores, entre risas—
—Sí criatura, ¡no friegues! Es época de descanso
—¡No tengo tiempo de descansar, don Chava! ¡hay que juntar pa’ Diciembre…! Pos alomejor me caso.
—¡Ora! ¿Y con quién?
—Pos ya sabe, con la Chabela.
—Pos haber si su pá te deja.
—¡Ya verá que sí! –Aristeo se agachaba sobre los surcos mientras repetía cada vez más bajo:- ya verá que sí, verá que sí.
—No le aunque, haber si ya te levantas más tarde compadre —Aristeo se levantó, se quitó el sombrero, se enjugó el sudor de la frente con la manga de su camisa y dijo riéndose:—
—¡Seguro! Mañana nos vemos a la misma hora.

Volvió a ponerse en cuclillas, pasando la mano por entre los surcos. A las doce del día el sol estaba en su punto y Aristeo llevaba terminadas tres cuartas partes de la faena. Otros muchachos se levantaron de los surcos y se estiraron mientras él seguía agachado, siempre escarbando y colocando semilla.

—¡Vámonos a comer Aristeo!
—¡Ahí los alcanzo!
—Te vas a morir de no comer, huerco —le dijo un hombre que también estaba dejando sus herramientas para ir a comer—.
—Voy, voy, ¡casi acabo! ¡Gracias!
—¡Por ahí te traigo un taco!
—¡No, gracias! Espero terminar pronto Don Vale.
—¡Pos ni modo que te ruegue…! ¡Nos vemos alrato!
—¡Quiera Dios que sí!

A las dos de la tarde, Aristeo caminaba con paso rápido hacia su casa. Saboreaba los frijoles, el queso y las tortillas a mano. Quizá hoy habría arroz también. O huevo.

—Ya llegué amá.
—Sí mijo. Estás llegando bien tarde a comer, cada día te miro más flaco. Ya hasta la comida se enfrió. Ay hijo, yo no me aguanté y comí desde las doce.
—No le hace, amá, está bien. Orita caliento.
—Deja te prendo la lumbre.
—No, como cree, aquí ando ya, usté siéntese. También se ha de cansar orita que no sirve el molino.
—No, yo te ayudo.
—Gracias, amá.

La madre de Aristeo se acercó a su estufa de leña y prendió con un cerillo las hojas secas que había bajo las ramas. El humo empezó a salir por la chimenea de la cocina de adobe, de paredes aplanadas con yeso. Aristeo se sentó en una silla hecha de madera con tiras de plástico coloreadas, cerrando los ojos y echando la cabeza para atrás. De repente su madre dijo:

—¿Teo, ya sabes lo de don Simón?

Aristeo abrió los ojos y regresó de golpe la cabeza para poder mirar a su madre.

—¿Qué le pasó?
—¡Nada!
—No me espante amá.

Y volvió a echar la cabeza hacia atrás.

—Se va pa’l norte.
—Desde que me acuerdo va y viene —dijo Aristeo—. Aquí está bien difícil la cosa. Ya ve, cada que viene trae pa’ comprar otro caballo o más animales… ora que venga vo’ir a hablar con él.
—Pos alomejor ya no vuelve.
—¿No? ¿Porqué?
—Pos porque ora dice que se lleva hasta a sus muchachos. Es más… alomejor ya hasta se fueron.
—¿Y doña Rosa?
—Pos también se la lleva, ni modo que la deje.
—¡Ah! ¡¿y se llevó también a Isabel!?

Él se levantó de golpe, tirando para atrás la silla. Su madre lo miró extrañada. El semblante de Aristeo se oscureció y le volvió a preguntar en tono más bajo.

—Dígame amá, ¿se llevó a Isabel?
—Pos a todos sus muchachos y muchachas. Pero ora tú, si ni siquiera te llevabas con ellos, ¿por qué esa cara?

Aristeo abrió un poco la boca como para respirar más aire, como si no le alcanzara con el que estaba respirando, volteó a la derecha como buscando algo, hacia la entrada de la pequeña cocina que tenía por puerta una cortina corrida. Luego se le entristecieron los ojos, volteó a ver a su madre otra vez y cerró la boca.

—Ay hijo, tú querías a esa muchacha ¿verdad?
—Y la sigo queriendo
—Cuando me dijiste que te ibas a casar con ella estabas bien chiquillo. Pensé que se te había olvidado.
—No amá, pos por eso ando juntando dinero.
—Teo, tú querías mucho a esa muchacha, pero ya sabías que su padre iba a volver por sus hijos y su mujer, ya nos había dicho. Te dije, que no te hicieras ilusiones.
—¿De veras se fue?
—Te digo que no estoy bien segura. Pero él ya no estaba a gusto aquí. ‘Bieras visto, traiba una camioneta bien bonita, bien grande. Allí los metió a todos, imagínate. No sé cómo, pero ahí iban todos, todos apretujados… —su hijo la interrumpió:
—Pero amá, a mí me dijo Isabel que hoy la podía ver allá por los magueyales... Le dije que iba, nomás acabando de comer. Déjeme ir a ver, ojalá no se haya ido; como quiera tengo que ir pa’ allá. Que Dios me haga el milagro de alcanzarla —y se fue enseguida, dando grandes pasos—.
—¡Oye! ¡No has comido!

Pero Aristeo ya estaba afuera de la casa, y quería ir lo más pronto posible a donde le dijo Isabel que lo iba a esperar. Iba corriendo, buscando aquel rebozo rojo desde lejos, entre árboles y magueyes.
Abuelo, usted fue por Isabel. Puede que yo vaya por Lissete.

Naucalpan, Estado de México, sábado 12 de enero de 2008