—Cámara cabrones. Dios ayuda a los pendejos, pero a los huevones
no —así nos despertó Paco, uno de mis patrones, el viernes a las 4:30 de la
mañana. Estábamos durmiendo en unos catres dentro de su puesto en un mercado de
Toluca, y nos levantamos con risa y lagañas en los ojos. Como a las 6 de la
mañana, mientras la mayoría andábamos con nuestro pan y un vaso de atole en las
manos, él atendía a una de sus clientas frecuentes, y señalándome, le decía:
—Mire madre, a éste cabrón, así como lo ve, le estamos pagando la
universidad.
—¡Qué
bueno! ¿Apoco sí? ¿Y qué estudias? —me preguntó ella—.
La semana pasada no abrieron el
bar porque le iban a hacer mantenimiento. Como todo va bien en la escuela y
sólo iba a tener dos clases el viernes, me fui a trabajar a los mercados con
mis jefes, desde la tarde del jueves hasta el domingo.
—Por eso rífate, cabrón. Acuérdate que te estoy pagando la escuela
—el jefe seguía bromeando cuando la clienta ya se había ido; a mí me daba
risa—.
—¿Cómo que me la
pagas?
—Pues con los
impuestos, wey. Con los impuestos que pago mantienen a las universidades
públicas. No malgastes mi dinero porque te rompo tu madre. Quiero que me vayas
trayendo tus calificaciones.
—Te
las voy a traer —le contesté alegre—.
A la una de la tarde empezamos a
recoger el puesto, hermano, y como a las tres ya íbamos en la carretera hacia
México, con otro de mis jefes manejando, y un compañero y yo de copilotos. Por
el camino escuchábamos noticias en la radio, pero empezamos a cabecear de sueño
porque andábamos desvelados por la venta de la madrugada. Al ver que mi
compañero y yo empezábamos a bostezar y a parpadear mucho, mi jefe nos dio unos
puñetazos en los hombros y dijo:
—No
se duerman, que me van a pegar el sueño. O si no, uno váyase a dormir un rato
para allá atrás, para que descanse, pero el que se quede aquí tiene que estar
despierto… o pásense los dos, sino ¿pa’ qué chingados los quiero de copilotos…?
Quita eso —me dice, refiriéndose a las noticias— y pon música para que se
despierten, ahí en la guantera hay discos.
Mis jefes son de Jalisco, y
llegaron a México hace como veinte años. En la guantera hay un montón de discos
de música ranchera, tambora, banda, norteña, pop, y algo de rock. Agarro un MP3
de tambora sinaloense y lo pongo en el estéreo. Vamos todos cantando hasta que
de repente la noticia pasa frente a nosotros: la tocamos, la respiramos, la
vivimos. Hay un accidente en la carretera y el tráfico nos obliga a ir
despacio. Dejamos de cantar y bajamos el volumen al estéreo.
Llegamos a la bodega como a las
siete de la noche, y el jefe nos da a escoger entre ir hoy a descansar a
nuestra casa y regresar al otro día en la mañana para acomodar la bodega, o ir
a trabajar con él a Chiconcuac, desde ésta noche hasta mañana en la tarde. Como
yo me aburro cuando estoy en la bodega, le digo que mejor voy con él. Otros dos
compañeros dicen lo mismo, y los demás se van a sus casas a descansar. Nosotros
alistamos una camioneta durante cuarenta minutos, y al terminar, el jefe nos
dice que vayamos a nuestras casas a cenar y bañarnos, que él hará lo mismo, que
tenemos que estar de vuelta a las nueve y media para no salir tan tarde. Le
digo que me iré a comer por ahí cerca porque no me da tiempo de ir a mi casa.
Uno de mis compañeros me dice que me vaya con él a la suya, que allá podré
cenar y bañarme, y que también me presta ropa.
A las once y media de la noche ya
estamos entrando al pueblo de Chiconcuac, las avenidas están casi vacías y los
últimos locales abiertos van cerrando sus cortinas de acero, excepto uno que
otro en donde venden quesadillas, huaraches, tacos y demás comida para los
comerciantes que van a vender los sábados, como nosotros. De repente se acaba
el disco que veníamos escuchando y dejamos de cantar. Entonces uno de mis
compañeros sintoniza en el radio un programa de terror, y todos ponemos
atención durante unos dos minutos, hasta que vamos a pasar al lado de un
panteón. Mi jefe, que va manejando, le dice a mi compañero:
—Quita esas mamadas Alex —mi compañero suelta una carcajada y le
contesta:—
—No manches Paco, ¿apoco te da miedo? —nos tuteamos con los jefes
porque ellos nos lo pidieron, son sólo unos años mayores que nosotros—
—Ya tengo mucha mierda en la cabeza y no quiero más —le dice mi
jefe en tono serio—
—¡Ah! Pues en la puerta de éste panteón fue donde se les quedó
parada la camioneta una vez, ¿no? —dice Alex, sin poder aguantarse la risa—
—¡Cállate wey!
—Cuéntale al Julián pa’ que sepa.
—No mames Alex, si se queda parada, tú te bajas a checarla por
mamón.
—Sí… pero cuéntale al Julián —le contesta, todavía con la sonrisa
en la boca, y después de un rato, mi jefe me dice—
—¿No te han contado…? Esque un día venía con mis carnales por
aquí, igual íbamos a Chiconcuac, pero ya tiene un chingo, el Quino —su hermano
menor— estaba bien morro. Íbamos pasando por enfrente del panteón y que se nos
apaga la pinche camioneta —y suelta una carcajada—. Y justo íbamos escuchando
un programa de esos, al Beto le gustan un chingo. Pero ya cuando vio que se
paró la camioneta, ni ese wey se quería bajar a ver qué pedo. No mames, nos
tuvimos que bajar todos, menos el Quino, porque nadie quería bajarse, y ahí estábamos,
moviéndole un chingo de cosas. Ni siquiera el Chema que había trabajado de
mecánico le pudo hallar.
—¿Y entonces se quedaron ahí toda la noche?
—No,
habíamos dejado al Quino arriba de la camioneta para que le acelerara si
prendía, y no supimos qué le movimos pero de repente arrancó, ¡y que nos
subimos en chinga!
Pasamos la noche entera trabajando
y hablando, contando chistes y partiéndonos de risa. Luego nos avisaron los
otros vendedores que los rateros andaban cerca, y con un ojo al gato y otro al
garabato, platicamos seriamente sobre la vida. Al final entremezclamos todo, y
entre todas las pláticas y vivencias, surgieron ráfagas de filosofía pura y
dura, brutal y directa.
Naucalpan, Estado de México, sábado 15 de octubre de 2005