El
domingo pasado, que volvía del trabajo en bicicleta, me fui a dar una vuelta por
las colonias cercanas a donde vivo. Anduve así por un rato hasta que, al dar
vuelta en una esquina, vi a Lissete a lo lejos, jugando con un niño pequeño
frente a una capilla. Saludé a los dos, y hablamos un buen rato y reímos. Luego
le ayudé a jugar con el niño, que resultó ser su primo. Pero de pronto, el
regalo de encontrarla me pareció tan extraordinario, que empecé a cuidar lo que
decía, mientras ella seguía igual de espontánea y risueña.
Desde
una tienda cercana una señora nos miraba con benevolencia, como si estuviera
alegre de que todo eso sucediera. Pero a mí se me ocurrió que sería bueno irme
antes de que se me acabara la plática, y nos despedimos.
Mientras
pedaleaba, escuchaba contento su voz en mi imaginación, repasando todo lo que
me había dicho: sus ganas de estudiar en Estados Unidos, el año difícil que le
espera en la escuela, y una fiesta a la que me invitó.
Naucalpan, Estado de México, sábado 1º de octubre de 2005
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