5:00 A.M. Despierto.
5:30 A.M. Subo al microbús.
8:00 A.M. Comienza el turno.
1:00 P.M. Hora de comer.
2:00 P.M. Regresamos al trabajo.
5:00 P.M. Hora de salida.
Hoy no toca tiempo extra porque
ayer y antier me quedé. Camino hacia la avenida para tomar el microbús. No
pasa. Entonces voy al metro. Pasa hasta las cinco cuarenta, y una voz femenina
en las bocinas dice:
“En un momento se reanudará la marcha del tren. Por su
comprensión, gracias”
Y pasan uno, dos, cuatro, ocho,
dieciséis momentos, y no se reanuda la marcha. El tren avanza veinte minutos
después. Los pasajeros tienen sed, hambre, bolsas vacías, algunos olores,
cansancio y fastidio.
Salgo del metro y llego a la base
de microbuses, pero no hay. Diez minutos después llega uno y me subo. Pasa un
rato y el chofer no arranca. Pasa otro rato, enciende el microbús y avanza
lentamente. Cinco minutos después seguimos a vuelta de rueda, y de repente se
detiene en una esquina sin que algún pasajero toque el timbre o alguien en la
calle le haga la parada. Mientras espera pasaje, aprovecha para hablar por
teléfono. Pasan dos o tres minutos, nadie sube y alguien se queja. El chofer le
dice que tome un taxi. Golpeo la lámina del micro con el puño, otros pasajeros
le gritan que avance y él se molesta, pero hace al microbús avanzar de nuevo.
Empiezo a cabecear de sueño. Hay tráfico. Hay un edificio azul a mi derecha. Me
quedo dormido. Despierto. Hay otro edificio azul a mi derecha. Ah, no, es el
mismo.
El microbús avanza despacio.
Pasa por la izquierda otro
microbús de la misma ruta, el chofer acelera hasta alcanzarlo y ambos tratan de
rebasarse. Frena. Una mujer no alcanza a sostenerse con fuerza, da traspiés y
cae cerca del asiento del conductor, quien dice en tono comedido:
“Ay madre, agárrese bien…”
Los hombres mientan madres y las
mujeres gritan. Adolorida, enojada y apenada, la mujer le reclama y se baja. El
chofer maneja contrariado. Bajo del microbús y paso por la esquina, donde están
sentados algunos de mis vecinos, borrachos y drogados. Los saludo, y uno de
ellos, sudoroso, con un machete en la mano, sin playera y con los ojos rojos,
se acerca a pedirme dinero. Tranquilo y sin pensarlo demasiado, meto las manos
a la bolsa y saco todo lo que traigo: una moneda de a cinco y un billete de a
veinte. Tomo la moneda con la otra mano y se la ofrezco, pero no la toma y me
arrebata el billete. Me molesto y le reclamo, decidido a quitárselo. Sonríe
maliciosamente y gira la cadera para enseñarme la pistola que trae atorada en
el pantalón, diciéndome “déjalo así cabrón, ¿o qué? ¿te quieres morir?”. Estoy
a unos pasos de mi casa y no me apetece que mi esposa y mi niño lloren por mí.
Mi vecino y yo nos miramos a los ojos durante unos momentos y me encojo de
hombros, luego se da la vuelta. Me largo de ahí.
Llego a casa y la cena está
servida. Me lavaré las manos primero. No hay agua. Ceno.
Me siento a ver las caricaturas
con mi hijo. Se va la puta luz. Después de un rato salgo a la tienda a comprar
velas.
Al día siguiente miro las ventanas del techo para ver cuánto
ha avanzado el sol. Casi siempre se me ocurre hacerlo poco antes
de las once de la mañana. En ese preciso momento hay un profesor hablando
sobre ética y política dentro de un salón de clases de alguna universidad,
haciendo hincapié en la mala situación de nuestro país. Invita a sus alumnos a
discutirlo y uno de ellos comenta que la culpa la tiene la gente que no se rebela:
los pobres tienen la culpa de ser pobres, pues se conforman con su tele, su
refrigerador, sus chelas cada fin, y
no luchan. También mencionó que “quieren que
todo se los dé papá gobierno” y otras tonterías como esas. El
profesor aplaude y algunos alumnos hablan de Revolución.
Se acuerdan de sus libros de historia. No han estado en una pelea ni han tomado
un arma. Revolución significa sangre, violaciones y muerte. Pero eso no lo
toman en cuenta y siguen diciendo:
«Revolución»
Suena perfecto. Pero otro alumno pide
la palabra. Con la sangre caliente y la mirada encendida trata de hablar del
pueblo, del barrio, del transporte, del trabajo, de todo; comienza a debatir con
el profesor y el compañero que antes había hablado sobre los pobres. De repente
el profesor decide cambiar de tema, ya que, por lo pronto, han hallado a los
culpables: los pobres. Hallar la solución, eso no les corresponde, no está
entre los temas de la materia. Aparte ya se terminó la clase.
Dos o tres alumnos empiezan a
enfermar de coraje y esperanza. Saben que la lluvia seguirá cayendo y nadie la
detendrá.
Así son los días de uno de mis
vecinos, y así son los míos.
Es bien fácil abrir el hocico,
carnal.
Naucalpan, Estado de México,
sábado 17 de septiembre de 2005
Imagen tomada de http://lazonamixta.com/2008/04/10/se-que-os-gustan/ |