sábado, 3 de marzo de 2018

7. Los culpables


5:00 A.M. Despierto.
5:30 A.M. Subo al microbús.
8:00 A.M. Comienza el turno.
1:00 P.M. Hora de comer.
2:00 P.M. Regresamos al trabajo.
5:00 P.M. Hora de salida.

Hoy no toca tiempo extra porque ayer y antier me quedé. Camino hacia la avenida para tomar el microbús. No pasa. Entonces voy al metro. Pasa hasta las cinco cuarenta, y una voz femenina en las bocinas dice:

“En un momento se reanudará la marcha del tren. Por su comprensión, gracias”

Y pasan uno, dos, cuatro, ocho, dieciséis momentos, y no se reanuda la marcha. El tren avanza veinte minutos después. Los pasajeros tienen sed, hambre, bolsas vacías, algunos olores, cansancio y fastidio.

Salgo del metro y llego a la base de microbuses, pero no hay. Diez minutos después llega uno y me subo. Pasa un rato y el chofer no arranca. Pasa otro rato, enciende el microbús y avanza lentamente. Cinco minutos después seguimos a vuelta de rueda, y de repente se detiene en una esquina sin que algún pasajero toque el timbre o alguien en la calle le haga la parada. Mientras espera pasaje, aprovecha para hablar por teléfono. Pasan dos o tres minutos, nadie sube y alguien se queja. El chofer le dice que tome un taxi. Golpeo la lámina del micro con el puño, otros pasajeros le gritan que avance y él se molesta, pero hace al microbús avanzar de nuevo. Empiezo a cabecear de sueño. Hay tráfico. Hay un edificio azul a mi derecha. Me quedo dormido. Despierto. Hay otro edificio azul a mi derecha. Ah, no, es el mismo.

El microbús avanza despacio.

Pasa por la izquierda otro microbús de la misma ruta, el chofer acelera hasta alcanzarlo y ambos tratan de rebasarse. Frena. Una mujer no alcanza a sostenerse con fuerza, da traspiés y cae cerca del asiento del conductor, quien dice en tono comedido:

“Ay madre, agárrese bien…”

Los hombres mientan madres y las mujeres gritan. Adolorida, enojada y apenada, la mujer le reclama y se baja. El chofer maneja contrariado. Bajo del microbús y paso por la esquina, donde están sentados algunos de mis vecinos, borrachos y drogados. Los saludo, y uno de ellos, sudoroso, con un machete en la mano, sin playera y con los ojos rojos, se acerca a pedirme dinero. Tranquilo y sin pensarlo demasiado, meto las manos a la bolsa y saco todo lo que traigo: una moneda de a cinco y un billete de a veinte. Tomo la moneda con la otra mano y se la ofrezco, pero no la toma y me arrebata el billete. Me molesto y le reclamo, decidido a quitárselo. Sonríe maliciosamente y gira la cadera para enseñarme la pistola que trae atorada en el pantalón, diciéndome “déjalo así cabrón, ¿o qué? ¿te quieres morir?”. Estoy a unos pasos de mi casa y no me apetece que mi esposa y mi niño lloren por mí. Mi vecino y yo nos miramos a los ojos durante unos momentos y me encojo de hombros, luego se da la vuelta. Me largo de ahí.

Llego a casa y la cena está servida. Me lavaré las manos primero. No hay agua. Ceno.

Me siento a ver las caricaturas con mi hijo. Se va la puta luz. Después de un rato salgo a la tienda a comprar velas.

Al día siguiente miro las ventanas del techo para ver cuánto ha avanzado el sol. Casi siempre se me ocurre hacerlo poco antes de las once de la mañana. En ese preciso momento hay un profesor hablando sobre ética y política dentro de un salón de clases de alguna universidad, haciendo hincapié en la mala situación de nuestro país. Invita a sus alumnos a discutirlo y uno de ellos comenta que la culpa la tiene la gente que no se rebela: los pobres tienen la culpa de ser pobres, pues se conforman con su tele, su refrigerador, sus chelas cada fin, y no luchan. También mencionó que “quieren que todo se los dé papá gobierno” y otras tonterías como esas. El profesor aplaude y algunos alumnos hablan de Revolución. Se acuerdan de sus libros de historia. No han estado en una pelea ni han tomado un arma. Revolución significa sangre, violaciones y muerte. Pero eso no lo toman en cuenta y siguen diciendo:

«Revolución»

Suena perfecto. Pero otro alumno pide la palabra. Con la sangre caliente y la mirada encendida trata de hablar del pueblo, del barrio, del transporte, del trabajo, de todo; comienza a debatir con el profesor y el compañero que antes había hablado sobre los pobres. De repente el profesor decide cambiar de tema, ya que, por lo pronto, han hallado a los culpables: los pobres. Hallar la solución, eso no les corresponde, no está entre los temas de la materia. Aparte ya se terminó la clase.

Dos o tres alumnos empiezan a enfermar de coraje y esperanza. Saben que la lluvia seguirá cayendo y nadie la detendrá.

Así son los días de uno de mis vecinos, y así son los míos.

Es bien fácil abrir el hocico, carnal.

Naucalpan, Estado de México, sábado 17 de septiembre de 2005

Imagen tomada de http://lazonamixta.com/2008/04/10/se-que-os-gustan/