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En
Dolores Hidalgo las mujeres pasean con rebozo y chalina, junto a sus hombres de
botas y sombrero. Se oye música ranchera. En aquel pueblo festivo el año ha
sido bueno, y la gente se prepara para la feria patronal con jaripeos y peleas
de gallos. Sin embargo, se sigue madrugando para sembrar.
Son
las cuatro de la mañana y todas las luces del pueblo están apagadas, excepto
una. Un joven sale de esa casa, bosteza, voltea hacia arriba, y mira un anillo
de nubes que rodea la luna. Luego se santigua, y contempla el Camino de
Santiago con ojos somnolientos. Minutos después avanza a paso rápido por el
camino de tierra que lleva a las milpas. Antes de empezar sus labores, recorre
el campo con la mirada y no ve más movimiento que el de las ramas de los
árboles.
A
las seis de la mañana empiezan a llegar más campesinos.
—¡Aristeo!
¡Pos a qué hora llegaste pelao!
—¡A las
cuatro!
—¡Ah qué muchachillo
tan madrugador, va a hacer quedar mal a los demás! —le dice un campesino de los
mayores, entre risas—
—Sí criatura,
¡no friegues! Es época de descanso
—¡No tengo
tiempo de descansar, don Chava! ¡hay que juntar pa’ Diciembre…! Pos alomejor me
caso.
—¡Ora! ¿Y con
quién?
—Pos ya sabe,
con la Chabela.
—Pos haber si
su pá te deja.
—¡Ya verá que
sí! –Aristeo se agachaba sobre los surcos mientras repetía cada vez más bajo:-
ya verá que sí, verá que sí.
—No le
aunque, haber si ya te levantas más tarde compadre —Aristeo se levantó, se
quitó el sombrero, se enjugó el sudor de la frente con la manga de su camisa y
dijo riéndose:—
—¡Seguro! Mañana nos vemos a la misma hora.
Volvió
a ponerse en cuclillas, pasando la mano por entre los surcos. A las doce del día
el sol estaba en su punto y Aristeo llevaba terminadas tres cuartas partes de
la faena. Otros muchachos se levantaron de los surcos y se estiraron mientras
él seguía agachado, siempre escarbando y colocando semilla.
—¡Vámonos a
comer Aristeo!
—¡Ahí los
alcanzo!
—Te vas a
morir de no comer, huerco —le dijo un hombre que también estaba dejando sus
herramientas para ir a comer—.
—Voy, voy,
¡casi acabo! ¡Gracias!
—¡Por ahí te
traigo un taco!
—¡No,
gracias! Espero terminar pronto Don Vale.
—¡Pos ni modo
que te ruegue…! ¡Nos vemos alrato!
—¡Quiera Dios que sí!
A
las dos de la tarde, Aristeo caminaba con paso rápido hacia su casa. Saboreaba
los frijoles, el queso y las tortillas a mano. Quizá hoy habría arroz también.
O huevo.
—Ya llegué
amá.
—Sí mijo.
Estás llegando bien tarde a comer, cada día te miro más flaco. Ya hasta la
comida se enfrió. Ay hijo, yo no me aguanté y comí desde las doce.
—No le hace,
amá, está bien. Orita caliento.
—Deja te
prendo la lumbre.
—No, como
cree, aquí ando ya, usté siéntese. También se ha de cansar orita que no sirve
el molino.
—No, yo te
ayudo.
—Gracias, amá.
La
madre de Aristeo se acercó a su estufa de leña y prendió con un cerillo las
hojas secas que había bajo las ramas. El humo empezó a salir por la chimenea de
la cocina de adobe, de paredes aplanadas con yeso. Aristeo se sentó en una
silla hecha de madera con tiras de plástico coloreadas, cerrando los ojos y
echando la cabeza para atrás. De repente su madre dijo:
—¿Teo, ya sabes lo de don Simón?
Aristeo
abrió los ojos y regresó de golpe la cabeza para poder mirar a su madre.
—¿Qué le
pasó?
—¡Nada!
—No me espante amá.
Y
volvió a echar la cabeza hacia atrás.
—Se va pa’l
norte.
—Desde que me
acuerdo va y viene —dijo Aristeo—. Aquí está bien difícil la cosa. Ya ve, cada
que viene trae pa’ comprar otro caballo o más animales… ora que venga vo’ir a
hablar con él.
—Pos alomejor
ya no vuelve.
—¿No?
¿Porqué?
—Pos porque
ora dice que se lleva hasta a sus muchachos. Es más… alomejor ya hasta se
fueron.
—¿Y doña Rosa?
—Pos también
se la lleva, ni modo que la deje.
—¡Ah! ¡¿y se llevó también a Isabel!?
Él se levantó de golpe, tirando para atrás la silla. Su madre lo miró extrañada.
El semblante de Aristeo se oscureció y le volvió a preguntar en tono más bajo.
—Dígame amá,
¿se llevó a Isabel?
—Pos a todos sus muchachos y muchachas. Pero ora tú, si ni
siquiera te llevabas con ellos, ¿por qué esa cara?
Aristeo
abrió un poco la boca como para respirar más aire, como si no le alcanzara con
el que estaba respirando, volteó a la derecha como buscando algo, hacia la
entrada de la pequeña cocina que tenía por puerta una cortina corrida. Luego se
le entristecieron los ojos, volteó a ver a su madre otra vez y cerró la boca.
—Ay hijo, tú
querías a esa muchacha ¿verdad?
—Y la sigo
queriendo
—Cuando me
dijiste que te ibas a casar con ella estabas bien chiquillo. Pensé que se te
había olvidado.
—No amá, pos
por eso ando juntando dinero.
—Teo, tú
querías mucho a esa muchacha, pero ya sabías que su padre iba a volver por sus
hijos y su mujer, ya nos había dicho. Te dije, que no te hicieras ilusiones.
—¿De veras se
fue?
—Te digo que
no estoy bien segura. Pero él ya no estaba a gusto aquí. ‘Bieras visto, traiba
una camioneta bien bonita, bien grande. Allí los metió a todos, imagínate. No
sé cómo, pero ahí iban todos, todos apretujados… —su hijo la interrumpió:
—Pero amá, a
mí me dijo Isabel que hoy la podía ver allá por los magueyales... Le dije que
iba, nomás acabando de comer. Déjeme ir a ver, ojalá no se haya ido; como
quiera tengo que ir pa’ allá. Que Dios me haga el milagro de alcanzarla —y se
fue enseguida, dando grandes pasos—.
—¡Oye! ¡No has comido!
Pero
Aristeo ya estaba afuera de la casa, y quería ir lo más pronto posible a donde
le dijo Isabel que lo iba a esperar. Iba corriendo, buscando aquel rebozo rojo
desde lejos, entre árboles y magueyes.
Abuelo,
usted fue por Isabel. Puede que yo vaya por Lissete.
Naucalpan, Estado de México, sábado 12 de enero de 2008